25 mayo 2011

Aterrador poder

Como madre, ha habido ocasiones en que siento ese poder del que hablan los psicólogos del desarrollo infantil.

No recuerdo dónde leí que si una madre golpea, descuida o maltrata emocionalmente a su bebé, este se le volverá a acercar y sin cuestionar la violencia contra él, se volverá a pegar a la falda de su mamá. Si esto ocurre de forma regular, el niño, incapaz de juzgar a su madre, llegará a ver el abuso como cosa natural. No importa el carácter, la personalidad ni el trato que la madre le dé al bebé. El bebé la busca y la quiere contenta. Este poder es aterrador.

Digo esto porque la semana pasada por dos días consecutivos en la cadena ABC se vio un video en blanco y negro de dos niñas con los bracitos en alto mientras una mujer golpea a la más pequeña. Estas imágenes terribles las repiten una y otra vez mientras nos presentan el reportaje del abuso. Si bien, la adulta no es la madre, queda en evidencia la terrible fragilidad e impotencia de estas bebitas. Son moretón, pues, para nuestra alma colectiva.

Cuando me veo impaciente o enojada con mi hija, cuando mi voz comienza a salir a gritos, mi hija me ve con una carita mortificada para preguntarme si estoy enojada. Si le digo que sí, empieza a hacer pucheros. Me doy cuenta que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por verme alegre otra vez. Allí es cuando la que se asusta soy yo, la madre, porque constato la enormidad de mi poder sobre ella. Me doy cuenta que siempre tengo que ser muy cautelosa de no abusar de él, de respetarla como individuo. Esa conciencia sirve para bajarme el enojo y me deshago en explicaciones, o si se prolonga la discusión entre nosotras, me apuro después a disculparme.

Me da la impresión de que a veces si nos vemos obligados a someternos a una orden absurda o injusta, digamos la de un jefe en el trabajo; o cuando la vida se nos carga con sus apuros, buscamos desquitarnos con alguien más débil que nosotros y nos encontramos con nuestros hijos, tan cerca y tan dispuestos a darnos gusto.

Ojalá tengamos la inteligencia y sensibilidad de darnos cuenta de que al maltratar a nuestros hijos estamos haciendo con ellos justamente lo que nos hicieron a nosotros. Nos convertimos en victimarios para hacer de ellos lo que somos ante el jefe o a veces ante la vida: víctimas. Los hacemos como nosotros: débiles e indefensos ante la injusticia o el absurdo de la orden y que no tiene otro fin que hacer que alguien, tal vez pusilánime, se sienta poderoso.

¡Mucho ojo que no vaya a resultar después que esa persona abusiva, injusta, absurda y pusilánime sea uno mismo ante sus propios hijos!

--Publicada originalmente en febrero de 2004

14 mayo 2011

Ay amiga, me haces bien

¡Habrá oído el chiste que dice que Dios hizo al hombre como ensayo y luego mejoró su obra haciendo a la mujer. (No se moleste usted, señor. Acuérdese, es un chiste.)

El chiste me sirve de entrada para hablar de un artículo que leí hace poco sobre un estudio realizado por dos investigadoras de la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles) centrado precisamente en conductas típicas de la mujer.

Todo mundo sabe que a las mujeres les encanta andar juntas, se platican todo y parecen saber vincularse mejor entre ellas que en el caso de la amistad que establecen entre sí los hombres. Para la mujer, nuestras amigas definen en buena medida quiénes somos, nos tranquilizan y satisfacen necesidades emocionales que muchas veces no satisface nuestra pareja.

Pero resulta que hay más trasfondo en la amistad entre mujeres, ya que el estudio de la UCLA apunta que la amistad que se da entre ellas puede contrarrestar los efectos dañinos del estrés de la vida moderna.

Hasta ahora la mayoría de los estudios sobre el estrés han tomado como estándar al hombre, cuya respuesta típica a una situación estresante es la de luchar o huir, la cual se generalizó a todo ser humano, independientemente de su género.

En cambio, gracias a este estudio, todo parece indicar que la mujer libera la hormona oxitocina que limita esta respuesta para permitirle cuidar a sus críos y reunirse con otras mujeres; es decir, la respuesta es la de “cuidar y amistar”, lo cual a su vez vuelve a estimular la producción de oxitocina que contrarresta el estrés y produce un efecto calmante.

Esto, naturalmente, tiene implicaciones positivas en nuestra salud: los vínculos sociales reducen los riesgos de salud al bajar la presión arterial, el ritmo cardiaco y el colesterol.

Así que, señor, cuando vea que su mujer habla con sus amigas, tome nota y aprenda porque es posible que también usted alargue su vida si se da tiempo de vincularse de modo más profundo con sus amigotes.

Observe a su mujer y sus amigas. Su relación es más honda y significativa, más del corazón. Y usted, amiga, ande, llame a sus comadres. Invítelas a tomarse un cafecito o un chocolatito. Hablen de los hijos. Dense un abrazo. Es bueno para la salud.

08 mayo 2011

Carta a una española

Tienes poco tiempo en este continente. Eres muy joven. Y cuando uno es tan joven, las mientes no alcanzan para tanto. Así de simple. Es lo que me digo para justificar tu ignorancia y falta de tacto. Lo que me preocupa es que en tu interacción con los gringos, éstos en su falta de conocimientos sobre nuestras culturas latinoamericanas, te crean, y tengan, entonces, un motivo más para vernos disminuidos y seguir desconociéndonos.

Mira, N., te hablo como “sudaca” (si bien, por ser mexicana, geográficamente soy norteamericana). El idioma de España no es lo que piensas. Eres muy geocentrista. Dices que hablamos mal, que los niños debieran hablar como tú porque nosotros no arrastramos las eses, que pronunciamos mal esto y aquello.

Por favor, N., piensa mejor las cosas. De entre la veintena de países que hablan español, tu país cuenta solo una vez. ¿En qué mente cabe la presuntuosa idea de que su idioma es la manera correcta de hablar un idioma compartido por 22 culturas con incontables subculturas entre sí? No nos eches en cara que aquí en este continente no hablamos bien nuestro idioma y que nos ajustemos a tu manera de hablarlo en aquella remota península que la mayoría de nosotros ni conocemos.

Te recomiendo, en cambio, querida N., que escuches atentamente, que te enriquezcas con la variedad que te ofrecemos, no sólo en regionalismos, sino en acentos. ¿Distingues entre el acento argentino, salvadoreño, colombiano, puertorriqueño, mexicano y español (sencillamente otro mas)? ¿Te das cuenta cómo la canción de nuestra lengua es infinita en cada voz, cómo nuestras alas cambian de matiz cada vez que te trasladas a otra región?

Y mira, donde nos encontramos, en este país ajeno. Aquí confluimos en mayor o menor grado representantes de todas y de cualquier latitud de ese abanico sonoro y multicolor. Llegamos unos desprotegidos y en desventaja, sin ayuda ni validez documentada, otros con título universitario; unos con visas de turista a sabiendas que habremos de buscar el modo de quedarnos; otros más con permisos temporales de trabajo que luego buscaremos a toda costa revalidar; unos llegamos hablando inglés, la mayoría no; otros traemos el español fortalecido gracias a una educación universitaria, otros lo traemos salpicado con impropiedades y errores (pero eso es otra cosa, más vale que lo entiendas).

Así que, N., te ofrezco mi última recomendación: un ajuste de actitud y de sensibilidad. Eso lo tenemos que aprender todos. En lugar de fijarnos con afán de lacerar en nuestras diferencias idiomáticas, nos podemos regocijar de saber que venimos de países distintos y que, aun así, nos podemos sentir vinculados, reconocidos por y en el idioma.

Pensadas así las cosas, ¿no sería tonto de mi parte decir que hablas mal el español porque no lo hablas como yo? Y finalmente, españolita del alma, si bien tus sonidos aquí son minoría, me merezco el respeto que te doy.

--Publicada originalmente en diciembre de 2003

01 mayo 2011

Nostalgias en cajas de cartón

Mi madre de 71 años llegó esta semana de su tierra. Llegó con una maleta y dos cajas de cartón, bien pudieran ser de jabón Ariel, amarradas expertamente con soga de vinilo amarillo, señal típica de que uno es mexicano (acaso podamos generalizar y decir latinoamericano). Llegó a Oak Cliff desde Guadalajara por sus Autobuses Americanos con cuatro horas de retraso y los pies inflamados pero con paso —aun así— alegre y firme.

Después de las peripecias que ocasionan retrasos de esta magnitud, llegamos a casa cerca de la medianoche descargando sus cajas e informándonos mutuamente de lo que ocasionó el contratiempo, y reportando su llegada sana y salva a la familia.

El tiempo se suspende momentáneamente, los bostezos y el agotamiento se evaporan como por obra de magia cuando mi madre abre sus cajas. De allí salen no sé cuántos quesos, como 10, junto con tarros de cajeta y de chongos zamoranos hechos en casa, una enorme bolsa de chiles de árbol secos, todo de Michoacán; luego aparecen bolillos de Guadalajara, y platos y tazas y jarros nuevos para mi cocina. Me dice entre pena y risa: “Te quería traer una vajilla pero la que me gustaba costaba 1,800 pesos y otra costaba 2,000. ¿Tú crees? Por eso te traje estas dos tazas. Son de Tonalá”.

Esto que hace mi madre cada vez que vuelve, quiera o no quiera yo, me abre la puerta de México y mi infancia: veo la ranchería donde crecieron mis padres, veo el piso de mi casa y las calles de mi barrio; huelo el smog de mi ciudad, escucho el ruido ensordecedor de los camiones, me asomo al puesto de tacos de la esquina. Recuerdo parientes borrosos en mi memoria.

Con cada queso que le enjuago a mi mama “para quitarle el exceso de suero” (me explica ella), recupero no sé qué esencia que la cotidianidad en Dallas me ha empolvado.

El ápice de esta nostalgia, de su maravilloso significado sin palabras, ocurre cuando me dice que una mujer la alcanzó en Sahuayo para darle unas alas de mariposa que mi hija le había pedido como su regalo de cumpleaños. Riendo le explico a mi marido que bien pudo la abuela decirme que le pidiera las alas del catálogo donde las vio la nieta, en lugar de escoger, en el último minuto y con un pie en el camión, entre unas blancas o rosadas o amarillas de abejorro, y se las trajera, imperturbable, por todo ese largo trayecto que el autobús recorriera a pesar de dos descomposturas desde Guadalajara hasta Oak Cliff.

Así que mi hija recibirá alas rositas de mariposa en su cumpleaños.

De México.

Así tenía que ser.

--Publicada originalmente en noviembre de 2003