18 junio 2011

Más que rubíes y esmeraldas

Dondequiera que voy, con quien sea de mis amigas que esté, la queja-verdad es la misma y constante: Qué cansada estoy. Ni siquiera importa si tienen marido e hijos. Es igual entre solteras y casadas: Qué cansada estoy.

Allí me cuento yo también. Agotada. Exhausta. Llego a la noche después de la jornada de trabajo, de recoger a la niña de la escuela para como sea darle de cenar y quedo sin pizca de energía. Luego le digo: "Vamos, hija, seamos tomates" (por aquello de que uno se vuelve vegetal al ver la tele) y que entre que la arrullo en mis brazos y empiezo a sosegar mi respiración con la de ella, caigo al sueño yo también sin que haya Law and Order que valga.

Entre lágrimas y con la voz entrecortada Nora me decía ayer: "Ya no puedo, Margarita. Estoy tan cansada". Le recordé las vacaciones que se tomará con su familia dentro de una semana, que disfrutará de su tierra y de sus padres. "No es eso --me dijo--. Es la presión de todo: los niños, las distancias, el trabajo, la responsabilidad que me toca de la casa". Ayer, la misma Nora, mujer que se acerca ya a los 40, me dijo con voz aniñada que quiere a Mami y la mirada se le llenó de infancia codiciada.

¿Cómo ocurre que perdemos el control de la vida y de nuestro tiempo, que todo aquello que hacemos por vivir una vida mejor, termina enajenándonos, deshumanizándonos? Terminamos encadenados a las rutinas y a los compromisos, ¿cuántos de ellos no autoimpuestos, cuántos de ellos no complicados por nuestra incapacidad de ponerlos a nuestro servicio?

Le escribía a un amigo que disculpara mi demora en contestar sus cartas electrónicas, que mi silencio inusual se debía a la exigencia implacable de mi jornada de trabajo que ni para robarme unos minutos y hablar con todos aquellos que me significan tanto y que están tan lejos. Le hablé de la necesidad de campo, de cielo gris, de llovizna fina, de necesidad de caminar sin prisas con la mente despejada. De mi necesidad de quietud, de soledad.

¿Cómo es esto que algo tan sencillo y diáfano, como caminar o estarse quieta y en silencio, tomarse un café (así sea cibernético) con el amigo del alma o ansiar que alguien nos dé un poco de cuidado, se vuelve algo imposible de acomodar en nuestro día? ¿Cómo llegamos a este momento en que renunciamos a nuestro tiempo de manera tal que lo que pudiera ser una cotidianidad, como salir a caminar o pedirle a un ser querido que queremos un rato mínimo de mimos, se convierte en un lujo inasequible, como un portentoso tesoro de rubíes y esmeraldas?

Seguro que es clara señal de nuestros tiempos porque ahora cada vez es más frecuente oír que (sobre todo) los gringos tienen un life counselor, un professional organizer para tratar de darle un toque de racionalidad a su vida. Tal vez en nuestro caso no veamos aún la necesidad, en vista de que la mayoría de nosotros los latinos vivimos en otra realidad económica y cultural, pero pudiéramos comenzar a apartar tiempo en la semana para hacer nada y dedicar nuestro tiempo a todo aquello que no tenga otro sentido que darle sentido a la vida, que nos recargue el alma y las pilas para seguir con la locura nuestra de todos estos días postmodernos. Recobremos, tomemos un trozo de tiempo vacío, más precioso que un tesoro de rubíes y esmeraldas.

-Publicado originalmente en marzo de 2005

11 junio 2011

El amor y la palabra

El día de hoy pienso mucho en los niños. Aparte de que soy madre de una niña de seis años a la que siempre tengo presente, será porque acabo de leer un libro clásico del desarrollo infantil, se llama The Magic Years de Selma H. Fraiberg, 1959.

 Psicoanalista, el libro de Selma está dedicado a los primeros seis de la infancia: “años de magia”.

 Es un libro de bella narrativa donde abundan los ejemplos con los cuales la autora recalca los temas que trata.

 Lo que le puedo decir es que se confirma lo sabido. No hay como el amor para asegurarnos de que nuestros hijos crecen lo más sanos posible. Lo que encuentro preocupante y altamente difícil es que como padres debiésemos exorcizar a nuestros propios fantasmas.

 Le doy un ejemplo que leí en un artículo relacionado. Una madre con un embarazo ya muy adelantado llegó a casa enojadísima con la imagen del ecosonograma en mano. ¿Por qué? La joven estaba enfurecida porque en la imagen se veía claramente que el bebé tenía muy en alto el dedo medio de una mano. La futura madre estaba totalmente convencida de que el bebé le estaba faltando al respeto con ese gesto grosero. Es claro que esta mujer dejó entrar todos sus fantasmas en su forma de interpretar esta imagen de su bebé por nacer.

 Además, son esenciales para el mejor desarrollo del bebé el contacto físico, de piel a piel, la voz, el canto, la presencia de los padres. Observará que los bebés de unos cuantos meses se embelesan viendo la cara de la madre. Es una especie de desciframiento. Algo importante ocurre cuando el bebé ve con tanta fijeza el rostro de este su primer amor. De esto dependen tantas cosas, según entiendo. De esta capacidad de establecer el apego emocional, de hacerlo sentir querido, presente en nuestro mundo.

 Otro tema que me pareció muy importante es que los niños, sin saberlo, exigen de sus padres que se impongan límites claros a su conducta. Luego vemos padres que en su afán de demostrar todo su amor por sus hijos, se exceden en los mimos y todo les consienten. Pecan de tolerantes y se abstienen de decir “no”. Es fundamental saber imponer límites; por ejemplo, los ataques físicos, los berrinches, no son formas aceptables de expresar su enojo o su frustración. Conforme el bebé va adquiriendo el uso del lenguaje, debiesen ir desapareciendo estas formas primitivas de expresar las emociones.

 Recuerdo una escena en la guardería de mi hija cuando tenía dos años. Llegué a recogerla y me tocó presenciar a un bebé llorando y queriendo golpear a otro niño. “No —dijo la educadora—. Sin golpear, Carlitos, usa tus palabras”. Inmediatamente tomé nota de la importancia de esa opción y empecé a aplicarla con mi hija. ¿Con esto qué hizo la educadora? Claramente le señaló al niño que la expresión de su enojo no era aceptable si recurría a los golpes y en el acto le dio una alternativa: usa tus palabras; sí, ésas que apenas estás aprendiendo e incorporando a tu mundo tienen una función: la expresión de sus emociones.

 Es difícil que uno sepa de tanta teoría, que uno se lea todos los libros sobre el desarrollo emocional e intelectual de los niños. A veces no le queda a uno más que recurrir a su intuición y buen corazón de madre. Lo que yo hago cuando me siento con más dudas que de costumbre, hago un gran esfuerzo por desprenderme de la situación y procuro ponerme en el lugar de mi hija. Si yo viera el mundo desde su pequeña estatura, ¿qué querría?

 Aparte del elemental techo, comida y educación: que no me golpearan, que no me mintieran, que no faltaran al respeto, que no abusaran de mí, que me dijeran con firmeza y claridad lo que se espera de mí y lo que se desaprueba de mi conducta y que me lo digan con palabras que yo entiendo, que me hicieran sentir muy especial y muy querida, que no me asustaran ni me confundieran, que me dieran libertad de expresar toda mi capacidad mágica de estos años, que me tuvieran en un ambiente propicio para desarrollar todo el potencial con que he nacido y que me validaran como el ser único y precioso que soy.

 Si partimos de que esta premisa es universalmente válida para cualquier niño de cualquier parte del mundo, creo que llegaremos a la respuesta que necesitamos para el bienestar de nuestros hijos. Ahora la cuestión es ésta: ¿Somos capaces?

-Publicado originalmente en abril de 2005

06 junio 2011

José Alfredo: Cántame "La enorme distancia"

Para José María Pulido

Es un saber luminoso. Más que saber, es un consuelo luminoso. Es un consuelo saber que hay cosas que sobreviven el paso del tiempo. Y que sobreviven -como diría José Alfredo- la enorme distancia. Bueno, que lo sobreviven todo.

Como ciertas amistades, por ejemplo. Yo puedo pensar en cuatro, tal vez cinco. Esas relaciones que se dan cuando uno se va formando como ser humano adulto, cuando uno se va definiendo con sus anhelos y sus temores, sus logros y sus fracasos. Son pues lo que llamo las relaciones definitorias de la vida. De estas relaciones surgen los amigos esenciales en el sentido estricto de la palabra.

Todas estas confidencias salen a relucir porque esta semana recibí la visita de uno de estos amigos. Hacemos cuentas y resulta que ya son 20 años de conocernos. No sé por cuántos no nos vimos y en los últimos, nos vemos acaso una vez cada año o dos, nos carteamos por vía electrónica con cierta regularidad que persiste a pesar de las exigencias cotidianas de cada cual. A veces, tal vez, una llamada telefónica.

Y cuando se impone el silencio o la ausencia, de alguna manera me queda claro que allí, cada uno en su lugar y con sus cosas, estamos como nos sabemos.

Tranquiliza observar que el manto de tantos años, de tanta geografía se pueda descorrer como cuando sale uno de la cama y hace el cobertor a un lado. Y ya. Estamos donde nos quedamos la última vez que nos vimos. O como dice el amigo: "Ya vine". Y a pesar de todo: de las arrugas, de los achaques, de las abstinencias, de los medicamentos, de la fresez imposible ya de disimular, aquí estamos otra vez. No igualitos pero sí. Seguimos con las mismas broncas, con los mismos aciertos. Ahora todos con hijos y casa, lo cual le da una nueva dimensión a la relación, que si bien es nueva, no asombra.

¿Por qué digo que es un consuelo luminoso saber de estas relaciones que lo sobreviven todo? Creo que son una constancia. Son mi memoria. Todos estos amigos recuerdan muchas cosas de mí que yo ya olvidé. Me recuerdan como yo no supe que era, por ejemplo. Son punto de referencia. Puedo decir que son los que pueden contar varias versiones -y todas ciertas- de lo que fui, de lo que hice. Y seguramente, de algún modo ellos saben que yo también guardo una versión de lo que fueron y puedo narrar un fragmento de por qué son quienes son ahora.

Pensándolo bien, de alguna manera, estos amigos son los pilares que sostienen la vida que vivo y el pasado a través del cual, a veces, me explico.

Originalmente publicada en abril de 2004