21 abril 2011

“OKAY MOMMY”

Mi única hija está por cumplir cinco años. Le tocó --como decimos en mi tierra-- nacer de este lado. Aún no hace su primera visita a México, así que está totalmente identificada con su nuevo país y habla mejor el inglés. No obstante, se defiende bien en español, si bien provoca con frecuencia la ternura de sus adultos (por ejemplo, dice el pelota, el puerta, etc.).

Si no fuera porque se ve obligada a hablar en español porque su abuela no habla inglés y su papá está muy limitado en la expresión oral de este idioma, mi hija estaría conforme con no hablar español.

Otro factor importante de que ella hable español soy yo, la madre-toda-cicatriz. Me tocó criarme en un tiempo y en una zona donde efectivamente éramos una minoría y donde el hierro del racismo me marcó en cuerpo y alma; donde las burlas de mis condiscípulos hicieron que sintiera yo una vergüenza quemante por mi origen, mi cultura y mi idioma.

Luego volví a México. Algo ocurre cuando se retorna al origen: no solo me encontré con un país, me encontré conmigo misma pero desde otra dimensión donde ya, como emigrante, no encajé como antes pero igual me abracé a esa identidad. Fue en ese tiempo que aprendí a reconocerme, cuando supe que la palabra Mexican no es insulto ni motivo de denigración.

Sabiendo en carne propia el poder curativo que tiene conocer nuestras raíces, me he vuelto —digamoslo mildly— un tanto fanática por hacer todo lo posible porque mi hija no tenga que vivir ese conflicto de identidad y minusvalía.

La realidad se impone y a veces mi hija me dice I like English better o a veces, de plano, I don't like Spanish. Es cuando me da el ataque porque recuerdo aquella niña que fui, cuando la ausencia de identidad facilitó el extravío de quien soy. Entonces le doy a mi hija un discurso que sin duda, dada su edad, no entiende. Es un discurso “marca chamuco” (expresión de mi país que, en castellano puro, quiere decir “tremendo”).

Simplemente el fin de semana pasado, mientras yo me dedicada a mi traducción en casa, ella jugaba a un lado mío en una computadora viejita. Me dijo que no le gustaba el español. Como juramento, como plegaria, la hice que repitiera, frase a frase, conmigo: "El español es tan importante en mi vida como el inglés. Hablaré el español tan bien como hablo el inglés porque es el idioma de mis padres, es el idioma del alma, de mis antepasados, de mi historia y de mi otro país: México... ¿De acuerdo, hija?"

Okay, mommy, dijo resignada.

--Publicacion: septiembre 2003

20 abril 2011

Presentación

Bendición o maldición, soy fruto de dos culturas y dos países. Mis padres me trajeron a Estados Unidos cumplidos los siete. Desde entonces y hasta la muerte de mi padre a mis veinte, las vacaciones de verano las pasé trabajando con mi familia en el campo y en las “pizcas” del norte de California (y el estado fronterizo de Washington).

Mi vida tiene algunas constantes: el ir y venir de uno a otro país, la vivencia del abandono y la soledad, y el desencuentro y el reencuentro con todo aquello y todos aquellos que me definen.

Hija de campesinos michoacanos, soy guadalajareña. Para orgullo de mi padre, hasta donde sé, soy la primera de incontables generaciones anónimas en ir a la universidad. Estudié en la Facultad de Psicología  de la U de G para terminar no ejerciendo el psicoanálisis que fue lo que me llevó allí en primer lugar. En ese tiempo, para mantenerme trabajé el turno nocturno como correctora de El Occidental.

En el azoro y la parálisis con que viví mis primeros años, no es de sorprender entonces que más que por vocación, por necesidad, me adentrara desesperada, indiscriminadamente en los libros y en la música. Fueron gracia y fueron luz. El siguiente paso, natural y lógico, fue escribir: verter en diarios y cuadernos escolares temores y terrores, secretos e ilusiones.

Aparecen ahora otras constantes también definitorias: libros, música y escritura.

Terminados los cursos de psicología viajé a San Antonio, Texas, con la intención de trabajar allí —en lo que fuera— por un año para volver a Guadalajara y dedicarme a mi tesis. Resulta que me quedé por cuatro años trabajando en una estación de radio y participando en la creación de un quincenario en español El papel de San Anto con dos regiomontanos, proyecto que tuvimos que abandonar porque, lamentablemente, ninguno de los tres teníamos un pelo de vendedores.

Una oferta de trabajo, para otra estación de radio en español, me trajo a Dallas donde vivo desde 1993. Estuve un año en la estación para luego ser empleada por una empresa de cosméticos en el ’94, lugar en el que sigo trabajando como traductora.

Fue así como, poco a poco, me fui forjando, sin querer, en traductora, oficio de aprendizaje inacabable (siempre habrá otra manera mejor de decir lo que dice el original). El ser migrante bilingüe me permitió adentrarme en esta industria, oficio en el que siempre procuro mejorarme. En el 2000 obtuve la certificación como traductora del inglés al español por la American Translators Association. Además, en las noches y los fines de semana, me desempeño como traductora independiente.

Con todo esto, sigo sintiéndome guadalajareña en el exilio. A México y a Estados Unidos los vivo con ambivalencia. Por eso decía que maldición o bendición, soy fruto de ambos países. Bendición porque hablan de mí Carly Simon y Astrid Hadad, Lucha Reyes y Billie Holiday, Pedro Infante y Louis Armstrong. Mis himnos personales son una canción de Paul Simon (I am a Rock) y otra de José Alfredo (Alma de acero). El mariachi, el bueno, como el tequila, se me anida hondo en el alma pero el blues se me anida en el mismo sitio y en la misma medida (será por eso que a mí me aparece afortunado el experimento de Betsy Pecanins). Maldición porque en ninguno de los dos estoy totalmente a mis anchas: me he “agringado” demasiado para México y soy demasiado mexicana para Estados Unidos.

-Publicado originalmemte en septiembre de 2003.