07 octubre 2011

Si me ganara la lotería

Yo tengo que trabajar, como toda la gente que conozco a mi alrededor. Quisiera ser rica. Sin embargo, la riqueza la defino en otros términos.

Claro, el dinero está de por medio porque para llegar a la riqueza según mis términos, el Sr. Dólar cuenta. Pero para mí la riqueza no es manejar el auto más caro del mercado ni tener una mansión en tres acres y contar con empleados que se encarguen de mi comodidad personal; tampoco lo es darme de compras como loca por las tiendas más caras de Dallas. Sobre todo, la riqueza no está en perder el tiempo tirada en la cama comiendo trufas y caviar con champaña. Habrá gente que pueda pasársela haciendo eso (como los ricos que vemos en la tele) pero en mi opinión, no hacen más que desperdiciar su vida y sus recursos.

Yo la riqueza la mido en función del tiempo. Sí, del tiempo que uno puede llamar propio, del cual uno es dueño (ajá, propietario). ¿Cuánto tiempo del día de verdad le pertenece? Si para nuestras cosas dispusiéramos de todo el día, de las 24 horas, si nosotros pudiésemos decir cómo vamos a organizar nuestro tiempo, si tuviésemos la flexibilidad de decir a qué horas y a qué dedicaremos el día, ¡ah, entonces seremos ricos!

Imagínese la vida de mis sueños: Puedo decirme dueña de mi tiempo. Y como todo mi día me pertenece, cuento con los recursos para vivir con cierta comodidad y holgura. Mis recursos no son ilimitados pero sí son suficientes para dedicarme a las cosas que me llaman. Ahora imagínese usted en esta circunstancia: Tiene los recursos Y EL TIEMPO para dedicarse de lleno a aquellas aspiraciones a las que también usted renunció por necesidad y exigencias de la vida. ¿Soñaba con ir a la universidad, con obtener un posgrado? ¿Quería hacer cine? ¿Quería ser arquitecto? ¿Soñaba con ser entrenador de futbol? ¿Pintor, músico, poeta? ¿Hablar tres idiomas? ¿Pensó en un plan empresarial que pudiera dar empleo a otros y que sería para ellos el jefe que usted nunca tuvo? ¿Dedicarse a labores altruistas y humanitarias? ¡Imagínese las posibilidades!

Cuando descubrí que la riqueza no se mide nada más en dinero, sino sobre todo en tiempo, desde aquel luminoso día en mis treinta estoy más que presta para la jubilación. Y la jubilación no la veo como nos la pintan en Estados Unidos: uno jugando golf y en una comunidad para personas en nuestra misma condición. No. Estoy presta para la jubilación porque seguro ese día podré vivir una vida cómoda que me dé libertad (léase tiempo) para hacer todo aquello que me falta. (¿Por qué no, dirigir un buen guión y hacerlo película? ¿Por qué no los idiomas?).

Y tengo un plan. Le aseguro que este plan lo compartimos millones. Casi nunca hago lo que necesito para darle a mi plan la posibilidad de ejecución. Ah, pero cuando vale la pena, voy con mi dolarito en mano y me compro un boleto de lotería. Nomás uno, es todo lo que se necesita: un dólar más que verde pintado de esperanza; ¿o acaso es verde porque el mismo poeta dijo que "verde es la esperanza"?

Pero mientras ese día llega, aquí me despido que tengo salir volada a mi otra chamba...

Publicada en febrero de 2005.

30 septiembre 2011

Un remedio para madres desmemoriadas

De mi infancia tengo muy pocos recuerdos. Cuando le pregunto a mi madre detalles de mis primeros años, es imprecisa y borrosa o de plano no recuerda nada. Y yo, por mi parte, soy mujer de memoria pobre. Esta característica mía nunca me preocupó demasiado hasta que me supe madre en formación.

No podía concebir que se me fueran a olvidar todas las sensaciones de mi embarazo, todos los acontecimientos de la infancia de mi hija, que llegara a su adultez y me preguntara cuándo empezó a caminar, por ejemplo, y tuviera que decirle "no me acuerdo".

Así que el día que supe que iba a ser mamá, ese mismo día comencé a escribir un diario para mi hija en donde apuntaba todo.

Lo primero que hice fue presentarme con ella, le dije quién era yo y cómo habíamos llegado a este momento; también le hablé de su papi y de sus abuelos. Y de ahí seguí contándole de todo: complicaciones de mi embarazo, sueños, detalles de su papá, poemas, descripciones de inesperados paisajes de insólita belleza (recuerdo, por ejemplo, algunos atardeceres y un trozo de verde junto a la carretera desbordado de flores lilas), etc. También pego fragmentos de mis cartas a los amigos donde hablo de ella.

Mi diario para mi hija sigue hasta después de su nacimiento y registro cuándo se sentó, cuándo empezó a caminar; tengo una lista de sus primeras palabras (yo, por ejemplo, "ma-ma", soy su tercera palabra), sus gustos y sus gracias, sus logros.

Al leer me doy cuenta de qué gran acierto fue empezar este diario y mantenerlo por tantos años. Ahora que ya tiene ella seis observo que escribo menos y lo atribuyo al hecho de que ella ya va teniendo sus primeros recuerdos, que lo más seguro es que ya no necesite mi registro de nuestros primeros años compartidos.

Cuando me entero de que alguna de mis amigas va a ser mamá, le recomiendo que le escriba a su bebé, que le muestre su corazón, que le dé detalles de esos meses de gestación y muy especialmente del día de su nacimiento.

Yo estoy segura que si no lo apunto, lo olvido. Gracias a ese diario, hoy tengo grabado que mi hija nació en la mañana, a las 7:53, de un martes otoñal. Y para escribir no hay que ser poeta. Tampoco veo por qué el padre no pueda ser partícipe activo; al contrario, sería lo ideal.

Mi plan es que una vez que mi hija esté por empezar sus estudios universitarios, habré de ponerle en sus manos este diario con el que espero complete los recuerdos de su vida, desde el momento mismo que la supe parte de mi cuerpo y en donde queda constancia de todo el esmero y el amor de esta su madre desmemoriada.

Publicada originalmente en febrero de 2005

19 septiembre 2011

Esta Cotidianas se publicó en julio de 2005. Aprovecho que estamos en septiembre para rememorar a Víctor y enaltecer El arado y a la gente que trabaja sin quejarsse de lo arduo de su faena. M

ENCUENTRO CON EL ARADO
En mi casa la música era la ranchera: desde Lucha Villa hasta Las Jilguerillas. En estas canciones siempre se hablaba de mujeres de ojos negros, orgullosas y bonitas que se hacen del rogar. Los hombres se consuelan en el tequila, hablan de su caballo y de su pistola, y de ese amor que se les niega.

 En mi casa, la gente es gente de campo. Campesinos de poca instrucción, de una cultura del trabajo duro, de asumirlo y de distinguirse en su ejecución. Es una actitud de no quejarse y de sentirse orgulloso de tener un trabajo pesado pero honrado; de no tener que recurrir a nadie para cubrir sus necesidades.

 Es mi casa, pues, había música, alegría y mucho trabajo. Humilde todo, pero nada esencial faltaba. Mi papá cultivaba en el jardín tomates y chiles; adentro, las plantas de mi madre florecían y reverdecían casi alucinantes en su esplendor. Así era mi cotidianeidad en la infancia.

 Siendo ya estudiante de prepa, recuerdo un círculo de estudios en el Sector Reforma de Guadalajara. Se reunían muchachos que querían estudiar con mayor profundidad textos de filosofía. Un día, antes de iniciar la discusión un muchacho, Enrique, tomó su guitarra y empezó a cantar. La canción no era de las rancheras que se oían en mi casa pero tampoco eran las comerciales de la radio: no era Julio Iglesias, ni Juan Gabriel, ni Emmanuel, ni Raphael. Esta canción nunca la había escuchado. Cuánto me estremeció su letra. Fue una especie de revelación escuchar hablar de mi gente con aquella dulzura y con aquel profundo entendimiento.

 El sencillo guitarreo sostenía las palabras que yo sentía como propias: Aprieto firme mi mano,/ y hundo el arado en la tierra./ Hace años que llevo en ella,/ cómo no estar agotado./ Vuelan mariposas, cantan grillos,/ la piel se me pone negra,/ y el sol brilla, brilla, brilla./ El sudor me hace surcos,/ yo hago surcos en la tierra/ sin parar.

 Ésta fue la primera canción que escuché de Víctor Jara. Desde entonces, Víctor forma parte de todos los iconos, símbolos y experiencias que se aglutinan como mi norte: lo que me orienta y lo que me define.

 Víctor nació en Lonquén, Chile (a menos de 80 km de las afueras de Santiago) en septiembre del ’32 y murió unos días antes de cumplir los 41 en el septiembre del ’73 en la capital. Antes de morir fue torturado por varios días; los militares le rompieron las manos para que ya no tocara la guitarra y luego lo acribillaron.

 Víctor fue simpatizante del presidente Salvador Allende y cuando el golpe de estado, entre tanto muerto, quedó también Víctor. Víctor vivió su pobreza con dignidad y esfuerzo, nunca la olvidó. De hecho su vida y su obra las dedicó a enaltecer y celebrar las labores más humildes, la gente más sencilla, la que con sus manos curtidas por el sol siguen construyendo el mundo con su cotidiana labor.

25 agosto 2011

Me confieso

En mi entorno inmediato se ha dado un revelador silencio sobre Irak, la guerra, la presencia estadounidense en aquellas tierras y el maltrato inhumano a los prisioneros de guerra.

¿Como culpar a la gente de mantener silencio? ¿Como hablar inteligentemente de algo que no lo es, y que en cambio sí es atroz y devastador? He visto aquí y allá la respuesta de los ciudadanos de este país ante el trato deshumanizante a los iraquíes apresados.

Entre el repudio y el "qué querían", oscila el péndulo. Luego se da la decapitación de Nick Berg. (¿De cuánto más seremos capaces? ¿Por cuánto tiempo puede uno seguir de luto?) Hace unos días vi en la televisión un conocido de la joven England afirmando que el trato que ella y sus compañeros habían dado a los prisioneros de guerra no tenía nada que ver con la tragedia de Berg.

Dios mío, pensé, ¿este hombre dónde vive? ¿Es o se hace? ¿Acaso no se enteró de que los asesinos de Berg dijeron que la muerte tan horrenda de Nick era precisamente en represalia por el trato a los iraquíes? ¿Acaso cree que es posible que actos tan innobles e indignos como estos se den en el vacío sin propiciar más violencia, muerte, destrucción y división?

Está bien que uno tienda, por naturaleza, a ser subjetivo y parcial, a aliarse a lo que conoce pero llegar a ese grado de negación, ¡por favor! (Para ser objetivo y ecuánime se necesita de otro tipo de ser humano, uno que pueda, creo yo, desligarse de afiliaciones patrioteras, geográficas, culturales y políticas; un ser humano capaz de ver la humanidad y la dignidad inherente en cada niño, mujer y hombre que habitamos este planeta que vamos entristeciendo, enrojeciendo, tan descaradamente.)

Me confieso incapaz de entender la necesidad de las guerras en este siglo. Me confieso incapaz de aceptar que lo que se busca en aquellos sitios es la democracia y el bienestar de los pueblos que los habitan. Me confieso lo suficientemente indispuesta como para tragarme esa pildorita.

Me confieso lo suficientemente cínica como para no dudar que las guerras tienen un solo e irremediable fin: el poder económico y político. Esto de las guerras es la pugna entre quien tiene el poder y quien lo quiere, entre quien tiene los recursos de riqueza y quien los quiere.

No creo que haya nación en este ensangrentado orbe que se decida a invertir imposibles cantidades de dinero con el único propósito de sembrar las semillas del bien en un sitio que pocos somos capaces de localizar en un mapa.

No creo que haya un gobierno capaz de jugarse la vida de miles y miles de sus jóvenes (tanta promesa) para mostrar la “única” forma “correcta” de vivir. El ser humano blanco, negro o de matiz intermedio, no es tan bueno.

Algo busca para su ventaja y desventaja de los demás. Cuando el ser humano de veras venza su impulso de muerte (Thanatos, según recuerdo le dicen los psicoanalistas) y sea de veras bueno, altruista y desinteresado, y procure con su bienestar el bienestar ajeno, les juro que no habrá guerras.

-Publicado originalmente en mayo de 2004

28 julio 2011

Gira y gira

Los millones de migrantes que estamos en este país somos como un calidoscopio que gira y gira poniendo a la luz la infinita variedad de nuestras historias, cada una única, sí, pero todas vinculadas por la esperanza de "una vida mejor".

Yo tengo algunas:

* La madre de cinco varones y una mujer recuerda entre una triste ternura y una sorda impotencia que una vez a la hora de la comida, cuando sus hijos estaban reunidos en torno al fogón donde las tortillas que ella hacía se inflaban cual perfectos globos, el mayor de los muchachos, Ricardo, tomaba el solitario trocito de bistec que le había tocado y --niño de la fantasía necesaria-- ponía su única tirita de carne en una humeante tortilla para hacerla taco pero antes de dar la primer mordida, la otra mano furtiva metía los dedos por el otro extremo del taco para jalar la carne y así comerse la tortilla solita. Tras el metate, haciendo las tortillas, la madre observaba callada y con el corazón partido aquel recurso de su hijo, quien luego tomaba otra tortilla para volver a repetir el truco hasta comerse la carne con la ultima tortilla con la que iba a saciar su hambre. Ricardo, ya hombre, vive en California.

* La anciana de 72 años conto un día que si bien a ella nunca le faltó la comida cuando niña, la pobreza no dejaba de sentirse en su casa de otras formas. La casa oscura con piso de tierra y paredes de adobe en la que vivió su infancia fue testamento de ello. Cuando aun estaba erigida, en esa casa cundía la tristeza y la confusión. Un recuerdo lacerante de la anciana --aunque ella lo cuente como si nada-- es que de niña una de sus amiguitas le recomendó que hiciera lo que ella, que tomara una piedra alargada y la envolviera en un pedazo de tela para que jugaran a las muñequitas. Cuando joven, esa mujer trabajo toda su vida en los campos de California y Washington. Ahora vive en una colorida casa, cual vergel, que construyera donde alguna vez estuvo la casa triste de su niñez.

* Un huérfano va y viene de Chicago a Michoacán, ya adulto y padre de familia. Siempre habrá de calarle hondo la muerte de su madre que falleció estando él de meses. Entre las infidelidades y el alcoholismo y los meses de trabajo en el Norte, pasea este hombre su orfandad y su tristeza.

* Otro hombre tuvo la infancia tan triste que, siendo el mayor de 14 hermanos, nunca pudo ir a la escuela. Fue tanta la carencia en su familia que contaba --ya entonces ante la mesa plena-- que de niño, muchas veces, la única comida que tenían era un molcajete de chile bruto (ni siquiera para los tomates tenía la familia) con tortillas duras de tan viejas. Su ilusión, decía, era tener en la boca un pedazo de piloncillo dulce y oscuro. Eso era un lujo. Emigró de México y anduvo por varios estados para establecerse finalmente en California trabajando en el campo hasta que falleció en su tierra y en su cama, una noche después de una velada donde abundaron las risas y la comida: mezcal y chicharrones y quesos y crema y carnes y cajeta y café. Aunque muy joven aun, murió con la pobreza finalmente conjurada gracias a su trabajo.

¿Hasta dónde podríamos engarzar estos pasajes de humanidad sobreviviente? Aquí en este país que necesitamos y resentimos nos encontramos todos, trabajando en lo que venga para, como tantas otras generaciones anteriores, derrotar, ahuyentar por fin el hambre y la pobreza. Enderecemos la espalda, y pulamos esa dignidad que nos caracteriza, que sí podemos llegar a esa "vida mejor".

-Publicada originalmente en marzo de 2005

20 julio 2011

¡Ay, el cuerpo envejece!

Ay, el cuerpo de uno que envejece. Uno lo desconoce porque, claro, por dentro uno se sabe joven, pudiéramos decir que hasta inmaduro, que persisten muchas de aquellas inseguridades e ignorancias de la adolescencia.

Pero es un hecho, el cuerpo no sabe que seguimos jóvenes, de alguna manera esperanzados con todo aquello que soñamos de muchachitos, con aquello que pensamos que seguro la vida nos depararía en el futuro, "cuando fuéramos grandes".

Y resulta que ya estamos en la medianía de la edad y aquellas ilusiones siguen rosadas e inconcretas, y será por eso entonces que uno piensa que sigue joven porque en nuestra mente no cabe que habremos de envejecer sin que la vida nos dé todo aquello que hemos acariciado en nuestras ensoñaciones.

No obstante, hay indicios por doquier de que la juventud ya pasó. Tiene uno sus achaques. Se ve uno forzado a ir a médicos generales y especialistas; ay, y las canas, Dios mío, implacables exigiendo el tinte mínimo cada dos meses; el entrecejo con sus líneas ya imborrables, la piel de la frente ya marcada, la piel que ha perdido lozanía y elasticidad, y pongamos mejor aquí un "etcétera".

Empieza uno a fijarse en las personas de edad, las que ya viven esa etapa a la que, si bien nos va, habremos de llegar dentro de muy poco. Ya que es inevitable, el cómo-llegaremos es lo que hubiera de preocuparnos. Podrá uno tener su etapa de la negación (después de todo, estamos de duelo por nuestra juventud apenas extinguida) y haremos cosas estrafalarias: vestirnos y peinarnos como jovencitas (aspirar a un look que nos adjetive como hot); contemplar la posibilidad de una "canita al aire" nomás para confirmar que todavía podemos atraer a un hombre, y mientras más joven mejor; irse de club nocturno y fingir que la música de hoy nos fascina y que nadie como nosotros para bailarla; disimular que el alcohol y las desveladas no nos afectan (qué caray, si estamos como en nuestros veinte) y bueno, mejor pongamos aquí otro "etcétera".

Sin embargo, tendrá uno, tarde que temprano, que llegar a la etapa de la aceptación: los efectos del alcohol ya no nos provocan la misma euforia ni tenemos el mismo aguante, la música ya no es igual. También habrá que hacerle frente a la consulta con el medico y a todo el nerviosismo de escuchar los resultados de tanto examen: que el colesterol está alto, que uno coquetea con la diabetes, que la hipertensión sigue fuera de lo normal.

Más recetas que uno toma con resignación. Confirmamos otra vez la sospecha: Efectivamente, está uno en la medianía de la edad y vale más que ajustemos la lente a esta realidad. Si bien la vida no nos dio todo lo que soñamos en nuestra mocedad, tal vez podamos hacer algo porque la tercera edad nos sea leve y le sea leve a todos aquellos que más queremos.

--Publicada originalmente en enero de 2005

08 julio 2011

La discrimnación existe, pero...

Una vez vivida en carne propia, qué difícil es superar las laceraciones emocionales de la discriminación. Llegué de niña a un pueblo pequeño de Estados Unidos, donde los latinos éramos efectivamente una minoría, prácticamente todos de origen mexicano.

En la escuela no tenía amiguitos. Si bien me iba, me dejaban sola; si no, los demás niños me molestaban con palabras groseras o palabras que tomaban de mi idioma y mi cultura para convertirlas en armas que lanzaban contra mí para lastimarme y cuestionar mi identidad, para hacerme saber de mi poca monta en este país. Eran aquellos tiempos en que si me acercaba a beber de la fuente de agua en la escuela, era entre "fuchis" y "qué asco" y otros comentarios sobre mi mexicanidad, los niños se alejaban sin beber agua.

Esas cicatrices quedan pero con la madurez de los años va uno moderando sus reacciones. No todos los gringos son racistas, son otras décadas estas. No obstante, siempre estoy con la guardia en alto. Me manejo con cautela hasta no verificar que la consecuencia de mi interacción con ellos se deberá no a mi color ni origen, sino a otros factores más objetivos: nuestras coincidencias, nuestra decencia y respeto mutuos, los gustos compartidos, etc.

Ay, pero a veces, respingo airada. Un ejemplo: Mi hija juega futbol soccer con un equipo de su escuela. Había que pagar su cuota de inscripción para esta temporada. En una de las veces que me presenté a pagar, me anunciaron que el entrenador había cerrado la lista. Inmediatamente se me activaron las antenas, me puse en guardia y contemplé la posibilidad de la discriminación. ¿Qué otra cosa pudiera explicar que cerraran la lista cuando ya se habían inscrito todas las demás niñas excepto la mía? ¿Podía esta ser una manera velada en que el entrenador me hiciera saber que "Mexicans Not Welcome"?

¿Exagero? Lo más seguro... pero una vez tocada por la discriminación, la sospecha no queda tan fuera de lugar. Es un mecanismo de defensa que uno aprendió por algo. Aun así hay que combatirla de principio, no gritar "¡discriminación!" sin haber descartado una lista razonada de opciones.

* Primero, nunca pasar de largo que nuestra primera reacción puede ser irracional, efecto de nuestra experiencia con la discriminación. Respirar hondo y pensar.

* Hay que hacer una lista de razones alternas por las que se da nuestra situación actual; el requisito es que ninguna de ellas se vea mediada por la discriminación.

* Hecha la lista hay que constatar si alguna de estas razones explica lo que nos ocurre. La más de las veces será el caso.

En el caso que pongo de ejemplo, una de las razones de mi lista es que bien pudo ser que el entrenador tuviera que acatar sin excepción los plazos de inscripción (bastante complicados si se toma en cuenta que yo no nací para ser soccer mom) y cerrar la lista.

Blanca, negra o café que fuera, era indudable que yo estaba pagando con retraso.

Acción a seguir: Aclararlo con el entrenador. Le dije que yo comprendía que si por no haber pagado a tiempo se le iba a dar de baja a mi hija. Lo único que necesitaba de él era que me lo confirmara para hacer otros arreglos.

El entrenador me dejó un mensaje con un tono de voz un tanto extrañado seguro por lo que el percibió como exageración de mi parte pero confirmando su expectativa de que la niña siguiera en el equipo.

MORALEJA: No cabe duda de que la discriminación existe pero hay que tener cuidado de no terminar marginándose uno solito.

--Publicado originalmente en febrero de 2005

07 julio 2011

Los viajes a "Los Bajos Mundos" que no hice

No cabe duda de que no soy una drogadicta perdida por ve-tú-a-saber-qué-gracia (los libros y los chocolates son mis adicciones de cabecera, digamos). Pero desde que me sé, eh, es decir, de toda la vida, soy una obsesiva con todo lo que tenga que ver con el lado oscuro del alma humana. En el caso que me ocupa, la personalidad adictiva, los vicios, lo que en aquellas viejas películas en blanco y negro les daba por llamar "Los Bajos Mundos". Veo un libro sobre el tema y me lo bebo. (¿Me lo inyecto, me lo sorbo, me lo fumo?)

Estaba yo muy tranquila leyendo La carta esférica de Arturo Pérez-Reverte del que me enamoré sin cuestionamientos después de haber leído La reina del sur. Un día, distrayéndome muy inocentemente en una librería, me topé con un libro titulado Dry de un joven (apenas este año cumple los 40) Augusten Burroughs. Me llamó la atención porque eran sus "memorias". "Voooy --pensé--, tan chiquito y ya tiene memorias". Pues resulta que sí, tiene memorias de su trágica infancia de abandono y abuso (con contar que su madre lo "regaló" al psiquiatra con el cual ella estaba en tratamiento), hechos que narra en un libro anterior Running With Scissors; tiene memorias de su vida disipada en el alcoholismo (sobre todo) que es el tema de estas segundas memorias de Dry. Augusten toca fondo y sobrevive para contar sus experiencias y establecerse como autor. Tuve que interrumpir La carta... para saber --desesperadamente-- cómo le fue y cómo estuvo su viaje a Los Bajos Mundos y su subsecuente retorno.

Me di por enterada, me sentí salvada y volví con Arturo, feliz "de no ser así", cuando de nuevo, ¡zas!, que me topo con otro libro, More, Now, Again, de una chava, Elizabeth Wurtzel, un par de años menor que el Augusten, pero ésta clavada en el Ritalin (un medicamento que dan para la hiperactividad) y que se hizo adicta al mismo. Su adicción fue tal que llegó al grado de que en lugar de tomar las pastillas con agua como todo enfermo que se jacte de serlo, ésta las hacia polvo para sorberlas como la cocaína. Cuando ya no pudo conseguir la receta con su psiquiatra, volvió a la coca.

El caso es que Elizabeth también sobrevivió para contar su trayecto y estadía en Los Bajos Mundos. Ahorita mismo la tengo en el centro de rehabilitación (voy ya en ese capítulo), o sea, de retorno a "Los Altos Mundos" en que vivimos todos. Ella también muy campante, salió y contó su experiencia. Resulta que en el caso de Elizabeth, More... también reúne la siguiente ronda de memorias, ya que en su libro anterior, Prozac Nation, que yo había leído hace algunos años, se dedicó a contar su experiencia con la depresión, las drogas, la autolaceración e intentos de suicidio.

Así que estos chavitos se dan "el lujo" de ir y tocar fondo, salir a la superficie, publicar y recibir lo que yo supongo es una muy buena remuneración por contar lo que hicieron para llegar hasta allá y luego volver no una, no, sino dos veces. Bueno, han logrado ahorrarse (¿qué será?) unos 40 años para ofrecernos su vida, su propia versión de un arduo genero literario que requiere, por lo general, de toda una vida para abordarlo.

Como sea se requiere de una profunda experiencia y, parafraseando a García Márquez, hay que vivir para contarla. Mira que nunca se me hubiera ocurrido. No sé cómo le hubiera ido a Gabo de haber considerado en sus 30 contarnos el trecho que ya llevaba de vida, pero en lo que a mi concierne, lo más seguro es que yo --adicta frustrada-- no hubiera salido de Los Bajos Mundos para contárselo... bueno, ¡ni a mi abuelita!


--Publicado originalmente en enero de 2005

18 junio 2011

Más que rubíes y esmeraldas

Dondequiera que voy, con quien sea de mis amigas que esté, la queja-verdad es la misma y constante: Qué cansada estoy. Ni siquiera importa si tienen marido e hijos. Es igual entre solteras y casadas: Qué cansada estoy.

Allí me cuento yo también. Agotada. Exhausta. Llego a la noche después de la jornada de trabajo, de recoger a la niña de la escuela para como sea darle de cenar y quedo sin pizca de energía. Luego le digo: "Vamos, hija, seamos tomates" (por aquello de que uno se vuelve vegetal al ver la tele) y que entre que la arrullo en mis brazos y empiezo a sosegar mi respiración con la de ella, caigo al sueño yo también sin que haya Law and Order que valga.

Entre lágrimas y con la voz entrecortada Nora me decía ayer: "Ya no puedo, Margarita. Estoy tan cansada". Le recordé las vacaciones que se tomará con su familia dentro de una semana, que disfrutará de su tierra y de sus padres. "No es eso --me dijo--. Es la presión de todo: los niños, las distancias, el trabajo, la responsabilidad que me toca de la casa". Ayer, la misma Nora, mujer que se acerca ya a los 40, me dijo con voz aniñada que quiere a Mami y la mirada se le llenó de infancia codiciada.

¿Cómo ocurre que perdemos el control de la vida y de nuestro tiempo, que todo aquello que hacemos por vivir una vida mejor, termina enajenándonos, deshumanizándonos? Terminamos encadenados a las rutinas y a los compromisos, ¿cuántos de ellos no autoimpuestos, cuántos de ellos no complicados por nuestra incapacidad de ponerlos a nuestro servicio?

Le escribía a un amigo que disculpara mi demora en contestar sus cartas electrónicas, que mi silencio inusual se debía a la exigencia implacable de mi jornada de trabajo que ni para robarme unos minutos y hablar con todos aquellos que me significan tanto y que están tan lejos. Le hablé de la necesidad de campo, de cielo gris, de llovizna fina, de necesidad de caminar sin prisas con la mente despejada. De mi necesidad de quietud, de soledad.

¿Cómo es esto que algo tan sencillo y diáfano, como caminar o estarse quieta y en silencio, tomarse un café (así sea cibernético) con el amigo del alma o ansiar que alguien nos dé un poco de cuidado, se vuelve algo imposible de acomodar en nuestro día? ¿Cómo llegamos a este momento en que renunciamos a nuestro tiempo de manera tal que lo que pudiera ser una cotidianidad, como salir a caminar o pedirle a un ser querido que queremos un rato mínimo de mimos, se convierte en un lujo inasequible, como un portentoso tesoro de rubíes y esmeraldas?

Seguro que es clara señal de nuestros tiempos porque ahora cada vez es más frecuente oír que (sobre todo) los gringos tienen un life counselor, un professional organizer para tratar de darle un toque de racionalidad a su vida. Tal vez en nuestro caso no veamos aún la necesidad, en vista de que la mayoría de nosotros los latinos vivimos en otra realidad económica y cultural, pero pudiéramos comenzar a apartar tiempo en la semana para hacer nada y dedicar nuestro tiempo a todo aquello que no tenga otro sentido que darle sentido a la vida, que nos recargue el alma y las pilas para seguir con la locura nuestra de todos estos días postmodernos. Recobremos, tomemos un trozo de tiempo vacío, más precioso que un tesoro de rubíes y esmeraldas.

-Publicado originalmente en marzo de 2005

11 junio 2011

El amor y la palabra

El día de hoy pienso mucho en los niños. Aparte de que soy madre de una niña de seis años a la que siempre tengo presente, será porque acabo de leer un libro clásico del desarrollo infantil, se llama The Magic Years de Selma H. Fraiberg, 1959.

 Psicoanalista, el libro de Selma está dedicado a los primeros seis de la infancia: “años de magia”.

 Es un libro de bella narrativa donde abundan los ejemplos con los cuales la autora recalca los temas que trata.

 Lo que le puedo decir es que se confirma lo sabido. No hay como el amor para asegurarnos de que nuestros hijos crecen lo más sanos posible. Lo que encuentro preocupante y altamente difícil es que como padres debiésemos exorcizar a nuestros propios fantasmas.

 Le doy un ejemplo que leí en un artículo relacionado. Una madre con un embarazo ya muy adelantado llegó a casa enojadísima con la imagen del ecosonograma en mano. ¿Por qué? La joven estaba enfurecida porque en la imagen se veía claramente que el bebé tenía muy en alto el dedo medio de una mano. La futura madre estaba totalmente convencida de que el bebé le estaba faltando al respeto con ese gesto grosero. Es claro que esta mujer dejó entrar todos sus fantasmas en su forma de interpretar esta imagen de su bebé por nacer.

 Además, son esenciales para el mejor desarrollo del bebé el contacto físico, de piel a piel, la voz, el canto, la presencia de los padres. Observará que los bebés de unos cuantos meses se embelesan viendo la cara de la madre. Es una especie de desciframiento. Algo importante ocurre cuando el bebé ve con tanta fijeza el rostro de este su primer amor. De esto dependen tantas cosas, según entiendo. De esta capacidad de establecer el apego emocional, de hacerlo sentir querido, presente en nuestro mundo.

 Otro tema que me pareció muy importante es que los niños, sin saberlo, exigen de sus padres que se impongan límites claros a su conducta. Luego vemos padres que en su afán de demostrar todo su amor por sus hijos, se exceden en los mimos y todo les consienten. Pecan de tolerantes y se abstienen de decir “no”. Es fundamental saber imponer límites; por ejemplo, los ataques físicos, los berrinches, no son formas aceptables de expresar su enojo o su frustración. Conforme el bebé va adquiriendo el uso del lenguaje, debiesen ir desapareciendo estas formas primitivas de expresar las emociones.

 Recuerdo una escena en la guardería de mi hija cuando tenía dos años. Llegué a recogerla y me tocó presenciar a un bebé llorando y queriendo golpear a otro niño. “No —dijo la educadora—. Sin golpear, Carlitos, usa tus palabras”. Inmediatamente tomé nota de la importancia de esa opción y empecé a aplicarla con mi hija. ¿Con esto qué hizo la educadora? Claramente le señaló al niño que la expresión de su enojo no era aceptable si recurría a los golpes y en el acto le dio una alternativa: usa tus palabras; sí, ésas que apenas estás aprendiendo e incorporando a tu mundo tienen una función: la expresión de sus emociones.

 Es difícil que uno sepa de tanta teoría, que uno se lea todos los libros sobre el desarrollo emocional e intelectual de los niños. A veces no le queda a uno más que recurrir a su intuición y buen corazón de madre. Lo que yo hago cuando me siento con más dudas que de costumbre, hago un gran esfuerzo por desprenderme de la situación y procuro ponerme en el lugar de mi hija. Si yo viera el mundo desde su pequeña estatura, ¿qué querría?

 Aparte del elemental techo, comida y educación: que no me golpearan, que no me mintieran, que no faltaran al respeto, que no abusaran de mí, que me dijeran con firmeza y claridad lo que se espera de mí y lo que se desaprueba de mi conducta y que me lo digan con palabras que yo entiendo, que me hicieran sentir muy especial y muy querida, que no me asustaran ni me confundieran, que me dieran libertad de expresar toda mi capacidad mágica de estos años, que me tuvieran en un ambiente propicio para desarrollar todo el potencial con que he nacido y que me validaran como el ser único y precioso que soy.

 Si partimos de que esta premisa es universalmente válida para cualquier niño de cualquier parte del mundo, creo que llegaremos a la respuesta que necesitamos para el bienestar de nuestros hijos. Ahora la cuestión es ésta: ¿Somos capaces?

-Publicado originalmente en abril de 2005

06 junio 2011

José Alfredo: Cántame "La enorme distancia"

Para José María Pulido

Es un saber luminoso. Más que saber, es un consuelo luminoso. Es un consuelo saber que hay cosas que sobreviven el paso del tiempo. Y que sobreviven -como diría José Alfredo- la enorme distancia. Bueno, que lo sobreviven todo.

Como ciertas amistades, por ejemplo. Yo puedo pensar en cuatro, tal vez cinco. Esas relaciones que se dan cuando uno se va formando como ser humano adulto, cuando uno se va definiendo con sus anhelos y sus temores, sus logros y sus fracasos. Son pues lo que llamo las relaciones definitorias de la vida. De estas relaciones surgen los amigos esenciales en el sentido estricto de la palabra.

Todas estas confidencias salen a relucir porque esta semana recibí la visita de uno de estos amigos. Hacemos cuentas y resulta que ya son 20 años de conocernos. No sé por cuántos no nos vimos y en los últimos, nos vemos acaso una vez cada año o dos, nos carteamos por vía electrónica con cierta regularidad que persiste a pesar de las exigencias cotidianas de cada cual. A veces, tal vez, una llamada telefónica.

Y cuando se impone el silencio o la ausencia, de alguna manera me queda claro que allí, cada uno en su lugar y con sus cosas, estamos como nos sabemos.

Tranquiliza observar que el manto de tantos años, de tanta geografía se pueda descorrer como cuando sale uno de la cama y hace el cobertor a un lado. Y ya. Estamos donde nos quedamos la última vez que nos vimos. O como dice el amigo: "Ya vine". Y a pesar de todo: de las arrugas, de los achaques, de las abstinencias, de los medicamentos, de la fresez imposible ya de disimular, aquí estamos otra vez. No igualitos pero sí. Seguimos con las mismas broncas, con los mismos aciertos. Ahora todos con hijos y casa, lo cual le da una nueva dimensión a la relación, que si bien es nueva, no asombra.

¿Por qué digo que es un consuelo luminoso saber de estas relaciones que lo sobreviven todo? Creo que son una constancia. Son mi memoria. Todos estos amigos recuerdan muchas cosas de mí que yo ya olvidé. Me recuerdan como yo no supe que era, por ejemplo. Son punto de referencia. Puedo decir que son los que pueden contar varias versiones -y todas ciertas- de lo que fui, de lo que hice. Y seguramente, de algún modo ellos saben que yo también guardo una versión de lo que fueron y puedo narrar un fragmento de por qué son quienes son ahora.

Pensándolo bien, de alguna manera, estos amigos son los pilares que sostienen la vida que vivo y el pasado a través del cual, a veces, me explico.

Originalmente publicada en abril de 2004

25 mayo 2011

Aterrador poder

Como madre, ha habido ocasiones en que siento ese poder del que hablan los psicólogos del desarrollo infantil.

No recuerdo dónde leí que si una madre golpea, descuida o maltrata emocionalmente a su bebé, este se le volverá a acercar y sin cuestionar la violencia contra él, se volverá a pegar a la falda de su mamá. Si esto ocurre de forma regular, el niño, incapaz de juzgar a su madre, llegará a ver el abuso como cosa natural. No importa el carácter, la personalidad ni el trato que la madre le dé al bebé. El bebé la busca y la quiere contenta. Este poder es aterrador.

Digo esto porque la semana pasada por dos días consecutivos en la cadena ABC se vio un video en blanco y negro de dos niñas con los bracitos en alto mientras una mujer golpea a la más pequeña. Estas imágenes terribles las repiten una y otra vez mientras nos presentan el reportaje del abuso. Si bien, la adulta no es la madre, queda en evidencia la terrible fragilidad e impotencia de estas bebitas. Son moretón, pues, para nuestra alma colectiva.

Cuando me veo impaciente o enojada con mi hija, cuando mi voz comienza a salir a gritos, mi hija me ve con una carita mortificada para preguntarme si estoy enojada. Si le digo que sí, empieza a hacer pucheros. Me doy cuenta que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por verme alegre otra vez. Allí es cuando la que se asusta soy yo, la madre, porque constato la enormidad de mi poder sobre ella. Me doy cuenta que siempre tengo que ser muy cautelosa de no abusar de él, de respetarla como individuo. Esa conciencia sirve para bajarme el enojo y me deshago en explicaciones, o si se prolonga la discusión entre nosotras, me apuro después a disculparme.

Me da la impresión de que a veces si nos vemos obligados a someternos a una orden absurda o injusta, digamos la de un jefe en el trabajo; o cuando la vida se nos carga con sus apuros, buscamos desquitarnos con alguien más débil que nosotros y nos encontramos con nuestros hijos, tan cerca y tan dispuestos a darnos gusto.

Ojalá tengamos la inteligencia y sensibilidad de darnos cuenta de que al maltratar a nuestros hijos estamos haciendo con ellos justamente lo que nos hicieron a nosotros. Nos convertimos en victimarios para hacer de ellos lo que somos ante el jefe o a veces ante la vida: víctimas. Los hacemos como nosotros: débiles e indefensos ante la injusticia o el absurdo de la orden y que no tiene otro fin que hacer que alguien, tal vez pusilánime, se sienta poderoso.

¡Mucho ojo que no vaya a resultar después que esa persona abusiva, injusta, absurda y pusilánime sea uno mismo ante sus propios hijos!

--Publicada originalmente en febrero de 2004

14 mayo 2011

Ay amiga, me haces bien

¡Habrá oído el chiste que dice que Dios hizo al hombre como ensayo y luego mejoró su obra haciendo a la mujer. (No se moleste usted, señor. Acuérdese, es un chiste.)

El chiste me sirve de entrada para hablar de un artículo que leí hace poco sobre un estudio realizado por dos investigadoras de la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles) centrado precisamente en conductas típicas de la mujer.

Todo mundo sabe que a las mujeres les encanta andar juntas, se platican todo y parecen saber vincularse mejor entre ellas que en el caso de la amistad que establecen entre sí los hombres. Para la mujer, nuestras amigas definen en buena medida quiénes somos, nos tranquilizan y satisfacen necesidades emocionales que muchas veces no satisface nuestra pareja.

Pero resulta que hay más trasfondo en la amistad entre mujeres, ya que el estudio de la UCLA apunta que la amistad que se da entre ellas puede contrarrestar los efectos dañinos del estrés de la vida moderna.

Hasta ahora la mayoría de los estudios sobre el estrés han tomado como estándar al hombre, cuya respuesta típica a una situación estresante es la de luchar o huir, la cual se generalizó a todo ser humano, independientemente de su género.

En cambio, gracias a este estudio, todo parece indicar que la mujer libera la hormona oxitocina que limita esta respuesta para permitirle cuidar a sus críos y reunirse con otras mujeres; es decir, la respuesta es la de “cuidar y amistar”, lo cual a su vez vuelve a estimular la producción de oxitocina que contrarresta el estrés y produce un efecto calmante.

Esto, naturalmente, tiene implicaciones positivas en nuestra salud: los vínculos sociales reducen los riesgos de salud al bajar la presión arterial, el ritmo cardiaco y el colesterol.

Así que, señor, cuando vea que su mujer habla con sus amigas, tome nota y aprenda porque es posible que también usted alargue su vida si se da tiempo de vincularse de modo más profundo con sus amigotes.

Observe a su mujer y sus amigas. Su relación es más honda y significativa, más del corazón. Y usted, amiga, ande, llame a sus comadres. Invítelas a tomarse un cafecito o un chocolatito. Hablen de los hijos. Dense un abrazo. Es bueno para la salud.

08 mayo 2011

Carta a una española

Tienes poco tiempo en este continente. Eres muy joven. Y cuando uno es tan joven, las mientes no alcanzan para tanto. Así de simple. Es lo que me digo para justificar tu ignorancia y falta de tacto. Lo que me preocupa es que en tu interacción con los gringos, éstos en su falta de conocimientos sobre nuestras culturas latinoamericanas, te crean, y tengan, entonces, un motivo más para vernos disminuidos y seguir desconociéndonos.

Mira, N., te hablo como “sudaca” (si bien, por ser mexicana, geográficamente soy norteamericana). El idioma de España no es lo que piensas. Eres muy geocentrista. Dices que hablamos mal, que los niños debieran hablar como tú porque nosotros no arrastramos las eses, que pronunciamos mal esto y aquello.

Por favor, N., piensa mejor las cosas. De entre la veintena de países que hablan español, tu país cuenta solo una vez. ¿En qué mente cabe la presuntuosa idea de que su idioma es la manera correcta de hablar un idioma compartido por 22 culturas con incontables subculturas entre sí? No nos eches en cara que aquí en este continente no hablamos bien nuestro idioma y que nos ajustemos a tu manera de hablarlo en aquella remota península que la mayoría de nosotros ni conocemos.

Te recomiendo, en cambio, querida N., que escuches atentamente, que te enriquezcas con la variedad que te ofrecemos, no sólo en regionalismos, sino en acentos. ¿Distingues entre el acento argentino, salvadoreño, colombiano, puertorriqueño, mexicano y español (sencillamente otro mas)? ¿Te das cuenta cómo la canción de nuestra lengua es infinita en cada voz, cómo nuestras alas cambian de matiz cada vez que te trasladas a otra región?

Y mira, donde nos encontramos, en este país ajeno. Aquí confluimos en mayor o menor grado representantes de todas y de cualquier latitud de ese abanico sonoro y multicolor. Llegamos unos desprotegidos y en desventaja, sin ayuda ni validez documentada, otros con título universitario; unos con visas de turista a sabiendas que habremos de buscar el modo de quedarnos; otros más con permisos temporales de trabajo que luego buscaremos a toda costa revalidar; unos llegamos hablando inglés, la mayoría no; otros traemos el español fortalecido gracias a una educación universitaria, otros lo traemos salpicado con impropiedades y errores (pero eso es otra cosa, más vale que lo entiendas).

Así que, N., te ofrezco mi última recomendación: un ajuste de actitud y de sensibilidad. Eso lo tenemos que aprender todos. En lugar de fijarnos con afán de lacerar en nuestras diferencias idiomáticas, nos podemos regocijar de saber que venimos de países distintos y que, aun así, nos podemos sentir vinculados, reconocidos por y en el idioma.

Pensadas así las cosas, ¿no sería tonto de mi parte decir que hablas mal el español porque no lo hablas como yo? Y finalmente, españolita del alma, si bien tus sonidos aquí son minoría, me merezco el respeto que te doy.

--Publicada originalmente en diciembre de 2003

01 mayo 2011

Nostalgias en cajas de cartón

Mi madre de 71 años llegó esta semana de su tierra. Llegó con una maleta y dos cajas de cartón, bien pudieran ser de jabón Ariel, amarradas expertamente con soga de vinilo amarillo, señal típica de que uno es mexicano (acaso podamos generalizar y decir latinoamericano). Llegó a Oak Cliff desde Guadalajara por sus Autobuses Americanos con cuatro horas de retraso y los pies inflamados pero con paso —aun así— alegre y firme.

Después de las peripecias que ocasionan retrasos de esta magnitud, llegamos a casa cerca de la medianoche descargando sus cajas e informándonos mutuamente de lo que ocasionó el contratiempo, y reportando su llegada sana y salva a la familia.

El tiempo se suspende momentáneamente, los bostezos y el agotamiento se evaporan como por obra de magia cuando mi madre abre sus cajas. De allí salen no sé cuántos quesos, como 10, junto con tarros de cajeta y de chongos zamoranos hechos en casa, una enorme bolsa de chiles de árbol secos, todo de Michoacán; luego aparecen bolillos de Guadalajara, y platos y tazas y jarros nuevos para mi cocina. Me dice entre pena y risa: “Te quería traer una vajilla pero la que me gustaba costaba 1,800 pesos y otra costaba 2,000. ¿Tú crees? Por eso te traje estas dos tazas. Son de Tonalá”.

Esto que hace mi madre cada vez que vuelve, quiera o no quiera yo, me abre la puerta de México y mi infancia: veo la ranchería donde crecieron mis padres, veo el piso de mi casa y las calles de mi barrio; huelo el smog de mi ciudad, escucho el ruido ensordecedor de los camiones, me asomo al puesto de tacos de la esquina. Recuerdo parientes borrosos en mi memoria.

Con cada queso que le enjuago a mi mama “para quitarle el exceso de suero” (me explica ella), recupero no sé qué esencia que la cotidianidad en Dallas me ha empolvado.

El ápice de esta nostalgia, de su maravilloso significado sin palabras, ocurre cuando me dice que una mujer la alcanzó en Sahuayo para darle unas alas de mariposa que mi hija le había pedido como su regalo de cumpleaños. Riendo le explico a mi marido que bien pudo la abuela decirme que le pidiera las alas del catálogo donde las vio la nieta, en lugar de escoger, en el último minuto y con un pie en el camión, entre unas blancas o rosadas o amarillas de abejorro, y se las trajera, imperturbable, por todo ese largo trayecto que el autobús recorriera a pesar de dos descomposturas desde Guadalajara hasta Oak Cliff.

Así que mi hija recibirá alas rositas de mariposa en su cumpleaños.

De México.

Así tenía que ser.

--Publicada originalmente en noviembre de 2003

21 abril 2011

“OKAY MOMMY”

Mi única hija está por cumplir cinco años. Le tocó --como decimos en mi tierra-- nacer de este lado. Aún no hace su primera visita a México, así que está totalmente identificada con su nuevo país y habla mejor el inglés. No obstante, se defiende bien en español, si bien provoca con frecuencia la ternura de sus adultos (por ejemplo, dice el pelota, el puerta, etc.).

Si no fuera porque se ve obligada a hablar en español porque su abuela no habla inglés y su papá está muy limitado en la expresión oral de este idioma, mi hija estaría conforme con no hablar español.

Otro factor importante de que ella hable español soy yo, la madre-toda-cicatriz. Me tocó criarme en un tiempo y en una zona donde efectivamente éramos una minoría y donde el hierro del racismo me marcó en cuerpo y alma; donde las burlas de mis condiscípulos hicieron que sintiera yo una vergüenza quemante por mi origen, mi cultura y mi idioma.

Luego volví a México. Algo ocurre cuando se retorna al origen: no solo me encontré con un país, me encontré conmigo misma pero desde otra dimensión donde ya, como emigrante, no encajé como antes pero igual me abracé a esa identidad. Fue en ese tiempo que aprendí a reconocerme, cuando supe que la palabra Mexican no es insulto ni motivo de denigración.

Sabiendo en carne propia el poder curativo que tiene conocer nuestras raíces, me he vuelto —digamoslo mildly— un tanto fanática por hacer todo lo posible porque mi hija no tenga que vivir ese conflicto de identidad y minusvalía.

La realidad se impone y a veces mi hija me dice I like English better o a veces, de plano, I don't like Spanish. Es cuando me da el ataque porque recuerdo aquella niña que fui, cuando la ausencia de identidad facilitó el extravío de quien soy. Entonces le doy a mi hija un discurso que sin duda, dada su edad, no entiende. Es un discurso “marca chamuco” (expresión de mi país que, en castellano puro, quiere decir “tremendo”).

Simplemente el fin de semana pasado, mientras yo me dedicada a mi traducción en casa, ella jugaba a un lado mío en una computadora viejita. Me dijo que no le gustaba el español. Como juramento, como plegaria, la hice que repitiera, frase a frase, conmigo: "El español es tan importante en mi vida como el inglés. Hablaré el español tan bien como hablo el inglés porque es el idioma de mis padres, es el idioma del alma, de mis antepasados, de mi historia y de mi otro país: México... ¿De acuerdo, hija?"

Okay, mommy, dijo resignada.

--Publicacion: septiembre 2003

20 abril 2011

Presentación

Bendición o maldición, soy fruto de dos culturas y dos países. Mis padres me trajeron a Estados Unidos cumplidos los siete. Desde entonces y hasta la muerte de mi padre a mis veinte, las vacaciones de verano las pasé trabajando con mi familia en el campo y en las “pizcas” del norte de California (y el estado fronterizo de Washington).

Mi vida tiene algunas constantes: el ir y venir de uno a otro país, la vivencia del abandono y la soledad, y el desencuentro y el reencuentro con todo aquello y todos aquellos que me definen.

Hija de campesinos michoacanos, soy guadalajareña. Para orgullo de mi padre, hasta donde sé, soy la primera de incontables generaciones anónimas en ir a la universidad. Estudié en la Facultad de Psicología  de la U de G para terminar no ejerciendo el psicoanálisis que fue lo que me llevó allí en primer lugar. En ese tiempo, para mantenerme trabajé el turno nocturno como correctora de El Occidental.

En el azoro y la parálisis con que viví mis primeros años, no es de sorprender entonces que más que por vocación, por necesidad, me adentrara desesperada, indiscriminadamente en los libros y en la música. Fueron gracia y fueron luz. El siguiente paso, natural y lógico, fue escribir: verter en diarios y cuadernos escolares temores y terrores, secretos e ilusiones.

Aparecen ahora otras constantes también definitorias: libros, música y escritura.

Terminados los cursos de psicología viajé a San Antonio, Texas, con la intención de trabajar allí —en lo que fuera— por un año para volver a Guadalajara y dedicarme a mi tesis. Resulta que me quedé por cuatro años trabajando en una estación de radio y participando en la creación de un quincenario en español El papel de San Anto con dos regiomontanos, proyecto que tuvimos que abandonar porque, lamentablemente, ninguno de los tres teníamos un pelo de vendedores.

Una oferta de trabajo, para otra estación de radio en español, me trajo a Dallas donde vivo desde 1993. Estuve un año en la estación para luego ser empleada por una empresa de cosméticos en el ’94, lugar en el que sigo trabajando como traductora.

Fue así como, poco a poco, me fui forjando, sin querer, en traductora, oficio de aprendizaje inacabable (siempre habrá otra manera mejor de decir lo que dice el original). El ser migrante bilingüe me permitió adentrarme en esta industria, oficio en el que siempre procuro mejorarme. En el 2000 obtuve la certificación como traductora del inglés al español por la American Translators Association. Además, en las noches y los fines de semana, me desempeño como traductora independiente.

Con todo esto, sigo sintiéndome guadalajareña en el exilio. A México y a Estados Unidos los vivo con ambivalencia. Por eso decía que maldición o bendición, soy fruto de ambos países. Bendición porque hablan de mí Carly Simon y Astrid Hadad, Lucha Reyes y Billie Holiday, Pedro Infante y Louis Armstrong. Mis himnos personales son una canción de Paul Simon (I am a Rock) y otra de José Alfredo (Alma de acero). El mariachi, el bueno, como el tequila, se me anida hondo en el alma pero el blues se me anida en el mismo sitio y en la misma medida (será por eso que a mí me aparece afortunado el experimento de Betsy Pecanins). Maldición porque en ninguno de los dos estoy totalmente a mis anchas: me he “agringado” demasiado para México y soy demasiado mexicana para Estados Unidos.

-Publicado originalmemte en septiembre de 2003.